Walsh Rodolfo Jorge

El 24 de marzo de 1977, al cumplirse un año del golpe de Estado ejecutado por Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti, Rodolfo Jorge Walsh hizo conocer una carta abierta a esa junta militar que, según el escritor colombiano Gabriel García Márquez, es una carta que “quedará siempre como una obra maestra del periodismo universal”. Allí denunciaba el siniestro balance de los primeros 365 días de la dictadura, “sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho de dar testimonio en momentos difíciles”. El 25 de marzo fue secuestrado en la Capital Federal.

Había nacido en 1927 en Choele-Choel, Río Negro, y en la década del 50 publicó una serie de relatos de suspenso en la editorial Tor. Poco tiempo después, el 9 de junio de 1956, la dictadura de Aramburu-Rojas fusiló a catorce civiles por un levantamiento cívico-militar encabezado por el general Juan José Valle. Sobre esos hechos, Walsh realizó uno de los trabajos más brillantes de investigación periodística que se hayan conocido en la Argentina contemporánea: Operación Masacre.

Cuentista, dramaturgo y periodista, Rodolfo Walsh está considerado como uno de los mejores escritores de su generación. Publicó también las obras de teatro La granada y La batalla, otras investigaciones, como ¿Quién mató a Rosendo? El caso Satanowsky, y libros de cuentos, como Variaciones en rojo, Los oficios terrestres, Un kilo de oro, el relato Un oscuro día de justicia, y otros.

Como periodista, trabajó en Panorama, Noticias, Semanario Villero y, durante la última dictadura militar, creó la Agencia Clandestina de Noticias (ANCLA) y Cadena Informativa. También fue uno de los fundadores de la agencia Prensa Latina y dirigió, en 1969, el periódico CGT, órgano de la CGT de los Argentinos

Carta a mis amigos

Hoy se cumplen tres meses de la muerte de mi hija, María Victoria, después de un combate con las fuerzas del Ejército. Sé que la mayoría de aquellos que la conocieron la lloraron. Otros que han sido mis amigos o me han conocido lejos, hubieran querido hacerme llegar una voz de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles, pero también para explicarles cómo murió Vicky y por qué murió.

El comunicado del Ejército que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicky era oficial 2º de la Organización Montoneros, responsable de la prensa sindical, y su nombre de guerra era Hilda. Efectivamente estaba reunida ese día con cuatro miembros de la Secretaría Política que combatieron y murieron con ella.

La forma en que ingresó a Montoneros no la conozco en detalle. A la edad de 22 años, edad de su probable ingreso, se distinguía por sus decisiones firmes y claras. Por esta época comenzó a trabajar en el diario La Opinión y en un tiempo muy breve se convirtió en periodista. El periodismo en sí no le interesaba. Sus compañeros la eligieron delegada sindical. Como tal debió enfrentar en un conflicto difícil al director del diario, Jacobo Timerman, a quien despreciaba profundamente. El conflicto se perdió y, cuando Timerman empezó a denunciar como guerrilleros a sus propios periodistas, ella pidió licencia y no volvió más.

Fue a militar a una villa miseria. Era su primer contacto con la pobreza extrema en cuyo nombre combatía. Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que impresionaba. Su marido, Emiliano Costa, fue detenido a principios de 1975 y no lo vio más. La hija de ambos nació poco después. El último año de mi hija fue muy duro. El sentido del deber la llevó a relegar toda gratificación individual y a empeñarse mucho más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos muchachos que repentinamente se volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo de casa en casa. No se quejaba, solo su sonrisa se volvía un poco más desvaída. En las últimas semanas varios de sus compañeros fueron muertos; no pudo detenerse a llorarlos. La embargaba una terrible urgencia por crear medios de comunicación en el frente sindical, que era su responsabilidad. Nos veíamos una vez por semana, cada quince días. Eran entrevistas cortas, caminando por la calle, quizás diez minutos en el banco de una plaza. Hacíamos planes para vivir juntos, para tener una casa donde hablar, recordar, estar juntos en silencio. Presentíamos, sin embargo, que eso no iba a ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser el último, y nos despedíamos simulando valor, consolándonos de la anticipada pérdida.

Mi hija estaba dispuesta a no entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada. Conocía, por infinidad de testimonios, el trato que dispensan los militares y marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros; el despellejamiento en vida, la mutilación de miembros, la tortura sin límites en el tiempo ni en el método, que procura al mismo tiempo la degradación moral y la delación. Sabía perfectamente que era una guerra de esas características en donde el pecado no era hablar, sino caer. Llevaba siempre encima una pastilla de cianuro –la misma con la que se mató nuestro amigo Paco Urondo– con la que tantos otros han obtenido una última victoria sobre la barbarie.

El 28 de septiembre, cuando entró a la casa de la calle Corro, cumplía 26 años. Llevaba en brazos a su hija porque a último momento no encontró a quien dejarla. Se acostó con ella en camisón. Usaba unos absurdos camisones blancos que siempre le quedaban grandes.

A las 7 del día 29 la despertaron los altavoces del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo el plan de defensa acordado, subió a la terraza con el secretario político Molinas, mientras Coronel, Salame y Beltrán respondían el fuego desde la planta baja. He visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casas bajas, el cielo amaneciendo y el cerco. El cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque. Me ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, de un conscripto.

“El combate duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba. Nos llamó la atención la muchacha, porque cada vez que tiraba una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella se reía.”

He tratado de entender esa risa. La metralleta era una Halcón y mi hija nunca había tirado con ella aunque conociera su manejo por las clases de instrucción. Las cosas nuevas, sorprendentes, siempre la hicieron reír. Sin duda era nuevo y sorprendente para ella que ante una simple pulsación del dedo brotara una ráfaga y que ante esa ráfaga 150 hombres se zambulleran sobre los adoquines, empezando por el coronel Roualdes, jefe del operativo.

A los camiones y el tanque se sumó un helicóptero que giraba alrededor de la terraza, contenido por el fuego. “De pronto, dijo el soldado, hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. Pero recuerdo la última frase: en realidad no me deja dormir. ʻUstedes no nos matan –dijo– nosotros elegimos morirʼ. Entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros.”

Abajo ya no había resistencia. El coronel abrió la puerta y tiró una granada. Después entraron los oficiales. Encontraron una nena de algo más de un año, sentadita en una cama, y cinco cadáveres.

En el tiempo transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota desde lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicky pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonestos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida.

No vivió para ella, vivió para otros, y esos otros son millones.

Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace de ella.

Esto es lo que quería decir a mis amigos y lo que desearía que ellos transmitieran a otros por los medios que su bondad les dicte.

Rodolfo Walsh, 28 de diciembre de 1976.

María Victoria Walsh, “Vicky”, se quitó la vida, luego de un intenso tiroteo contra las fuerzas represivas en el barrio porteño de Villa Luro, el 29 de septiembre de 1976. Con ella cayeron combatiendo: Alberto Molinas, Carlos Coronel, Ignacio Beltrán e Ismael Salame
 


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