Mujer y piedra

De pie. Plantificada.

Tímido sol ese que ahora le acaricia la piel seca del rostro y la de esa mancha borravino que le ha crecido sobre el antebrazo izquierdo.  Tímida luz de la media mañana esa que le alarga la sombra como si también la acariciase. No mide cuánto hace que salió a la ruta. Es que la impaciencia tiene pies más ligeros que los suyos; teme no escuchar con claridad el ruido de un motor que reconoce desde el eco de esos paredones abiertos a brazo y dinamita.

Un motor, piensa, parecido a ella misma: agotado y lleno de ahogos y resoplidos que medran con el aire diáfano del camino. ‘Estar estando’ es una línea que le vuelve una y otra vez  mientras la yema de los dedos de su derecha recorre la granulosidad de ese moretón que no duele pero preocupa.

Niña, le decía la gallega Matilde agarrándose la cabeza atada, no te bastó con aquel marinero de agua dulce. Mira que buscarte un camionero. Y aquí, coño, en esta especie de Valle de los Caídos… pero de los caídos  por nada, eh.  Pero la amiga ya ni está para censurar su inamovible elección de hombre. Solía pasearse por el caserío repartiendo entre las comadres la amorosa carga de su carro: unos meloncitos escritos que sembraba y cuidaba de semilla. La encontraron un día de viento frío enredada en las púas de un alambrado ajeno. La boca llena de un espumarajo que el mediquillo del campamento quiso llamar epilepsia.

Lo del derrumbe en el hoyo grande se lo contó, apenas se instaló esta mañana en su vigía diaria, el paisanito sin nombre que suele arriar cumbre abajo unas ovejas lentas y tiznadas. El pastorcillo  también habló de una nube echada como una vaca negra sobre la casamata al lado del tajo mayor de la voladura.

Ignacia deja ahora los ojos sobre esa piedra grandota que ha cruzado el camino: ha hecho su viaje impulsada por su propio peso. Tiene vetas rosáceas y rojas que se ven con claridad. Cascote de Rosa del Inca parece. Las otras, más insulsas, han quedado apenas invadiendo el borde de ese paso que las cuadrillas de la minera se empeñan en resguardar.

La auténtica rebeldía es la del secano. Un terreno donde el agua se niega para después asomarse en algún ojo que brota y se pierde en hormigueros. O un río subterráneo al que le roban el alma.

El cráter también es un hormiguero, piensa, lleno de gringos jetadura que van y vienen rigoreando a los obreros y señalando por dónde quieren que suba o baje cada nueva rampa para que los camiones carguen y se lleven todo el cascoterío que sacan de una entraña que se ha hecho cada vez más profunda.

Todo se va a los caños, le dijo alguna vez su hombre. Y desde entonces sabe que no es una expresión de gente que pierde la esperanza. Más bien una realidad que se lleva el oro bruto por una garganta sedienta de trescientos kilómetros; con él va la escoria de metales pesados y una sopa química que alguien, en el otro extremo,  pesca y guarda en galpones gigantescos o lleva hasta algún puerto en vagones de trenes largos como el horizonte.

La ausencia de pájaros –todos lo saben- apunta una migración ya definitiva. Han quedado solo algunos pajarracos de rapiña que mueren a la corta o a la larga porque se alimentan de carne envenenada. Ella ha escuchado palabras que desconocía y que no puede pronunciar del todo: arsénico, desechos de cianuro, metal pesado, drenaje ácido.

Su casucha, resto de un campamento vacío, queda justo a sus espaldas. El sol recalienta el chaperío de los techos que cruje como si le caminasen gatos de invisible talla. Los oye pero no quiere moverse. No ha de apartarse ni un ápice del camino, no sea cosa que la gringada venga sin aviso y quiera llevarla por delante. Volver la cabeza también sería mirar el hueco donde ha tenido que enterrar a su amigo más entrañable: ese ovejero lanudo de hocico siempre frío y ojos de gente.

Quien viene del llano para vivir en la montaña siente que el cuerpo le pesa y el aire no termina de entrar hasta donde realmente debe. Pero quien se afinca en la altura aprende a gozar de un aire que cosquillea en los pulmones y te habita de suspiros. Respira. Lo hace lenta, parsimoniosamente. Deja que el aire le acaricie la garganta y le suba hasta aclararle la cabeza. La cabezota suya que la tiene a maltraer y que los emplastos no curan. Ni las hojas de palam-palam.

Ese camino bajo sus pies casi descalzos, viene de cruzar hilos de agua de deshielo y va elevándose hasta tocar un cielo que solía ser casi demasiado celeste. Ha ido perdiendo celestura el firmamento. Ahora tiene el color de un manto lavado cien veces.

Se da cuenta que inspira y expira en un rito de quietud. Ahora ha puesto la mano derecha en visera. Sus ojos oscuros se entrecierran para apreciar la extensión que serpentea a la derecha y luego a la izquierda. Aire y sombra la ayudan a no pensar sino en lo que aguarda desde que se puso en pie.

Lo que guardan en los galpones –le ha dicho su hombre- está mejor cuidado que el motor de los camiones. Lo amontonan y le mandan ducha cada ratito. Así no se arde. Así lo velan. Después se lo llevan lejos. Y hacen de todo. Hasta relojes hacen.

A Ignacia no le interesa medir el tiempo. Lo suyo es un punto de la carretera  que lleva a la mina. Su deseo es su deber. No tiene apetito. En la batea de algarrobo tallado ha dejado un bollo de masa leudando a la intemperie: un montoncito empeñoso de harina y su propio sudor para un pan que se hace de la nada. Tampoco siente sed. Aunque una tinaja de agua fresca se le dibuja bajo la lengua.

La paga es poca y el trabajo se alarga. Echaron a cinco y hay dos camiones que ya no marchan  -le confió él. Cobro la quincena, alzamos los bártulos y nos vamos a la mina de cobre. Los del otro lado de la frontera son mejor gente. Hay escuela. Hay capilla.      

Le parece que el sonido que conoce de memoria se aproxima. Parece que lo van copiando los paredones y esos temblorcitos que hace la tierra cuando  la avasallan. Siente una alegría especial que se concentra en la ajorca que desde hace años le ciñe un tobillo. Sus piernas la sostienen con empeño.

No se ha movido. Tampoco sus ojos. Solo que ha dejado de sentir si el sol la sigue acariciando. Su mano sigue en visera. Quietecita, es una estatua.

El cascote audaz –la rosa del inca (*) – parece castigar la osadía de ese camino forzado entre farallones y pólvora. Las desmoronadas, en cambio, no tienen demasiada fuerza para borrar la negrura avasallante del asfalto

 

(*) ‘rosa del inca’: rodocrosita

Por su hermosa coloración rosada, es una de las más llamativas del mundo. Se utiliza como piedra semi preciosa. La mineralización es de origen volcánico, y se localiza en una chimenea volcánica, compuesta de riolita, tobas y brechas y se encuentra en las SIERRAS CAPILLITAS, pertenecientes al Nevado de Aconquija, provincia de Catamarca, Argentina, a 3200 metros de altura sobre el nivel del mar.

Jorge Paolantonio


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