Leyendo

La inocencia sin límites

La inocencia sin límites

Erdera en xdiutx[urnas] 

La inocencia sin límites 
Segundo viaje a Soecia 

 

Me tocó volver sobre mis pasos no mucho después, aunque decirlo resulte a la vez insuficiente y redundante: nadie vuelve sobre sus pasos de manera literal; como en todas las cosas de este mundo, intervienen el tiempo y la sombra cuando debemos, por cuenta propia, volver sobre nuestros pasos. Y supongo, cuando lo hacemos por cuenta de otros, interviene también algo más: un proyecto de inabarcable violencia. He llegado a pensar…, pero hoy, como solíamos decir en casa, no he tenido motivos para “llegar a pensar” ni ocasión, como se decía en el presbiterio, para un tiempo verbal compuesto.

Esta vez me tocó recorrer otro reino a mis pies. Galonop había “perdido la designación definitivamente”, me dijeron; su hijo, incorporado al regimiento de húsares involuntarios, me esperaba en la antesala. Hasta el anochecer no me condujeron a las barracas de las concubinas. Las concubinas han sido seleccionadas, parece, en razón de una caprichosa fealdad. Las barracas están en los subterfugios clandestinos de los palacios mismos: allí donde arbitran los príncipes, duermen las concubinas. Hasta el anochecer no conocí el nombre de mi nuevo guía.

 

En Diuturna los caballos son [solo] una genealogía numismática. En la medida en hay muy pocos en la calle, la caballería soldadesca se jacta de andar a pie y la tracción a sangre ha sido sustituida por los rickshaws de Maurras, primero economista y luego propietario de la flotilla que transporta a todos en la ciudad,

esa reducción afecta de manera muy íntima a la república y a la ciudadanía en sí. “Es como si alguien se quejara por la falta de caballos en la república de Venecia”, me dijo Gallonop, después de oír, al parecer distraídamente, mi observación la primera vez que vine. “Aquí hay menos agua”, le dije, sorprendido de que me contestara con una referencia tan ajena. [π] Por lo demás, hace tiempo que ha dejado Venecia de ser una república.

(Recordé con asombro ese atisbo de traducción del soneto de Wordsworth sobre la extinción de la república de Venecia que dejé olvidado en el convento, con obstinación parvularia. “Y cuando hubo ella de encontrar su par,/ Debió esposarse con el incansable Mar”).

 

Las efigies de caballos de Diuturna confirman la relación evasiva y simbiótica que mantienen sus habitantes con las imágenes. De acuerdo con la enciclopedia Caradac-Barnaboti, no parece guardar relación alguna con las adopciones del buey almizclero y las mancuspias, figuras emblemáticas de los blasones y la filatelia. La adopción de estos caballos amonedados proviene de un solo director, de un solo hombre, de un solo guía, pero nadie sabe quién es. En algunas de las disposiciones y decretos figura como firma o rúbrica un garabato que parece el bosquejo de una pezuña y, a veces, la U de una herradura. Pero la resolución es clara. Y, aunque acaso la traducción lo demuestre en un estilo deficiente, redactada en la sintaxis más limpia que pueda esperarse.

Con el tiempo, afincada en esa convicción unánime que tiene el rencor, la autoridad encarnó en Vocipherous Bosphorus, un canciller de campo influyente en tiempos del Conde Belisario (quien llegó a interesarse en la economía esquiva de Soecia). A él se lo suele llamar, como en ensayo póstumo de error, “el polímata ecuestre”. Pero fue sin duda Vitruvian quien instruyó después acerca de la república de los caballos sabios de Swift,  en la Houyhnhnmsdad, libro iniciático de los rebeldes en algunas regiones de lo que se ha dado en llamar el archipiélago soterrado.

 

Esta vez decidí desechar el diario. El formato restrictivo me convenía, y tal vez  sirva mejor que cualquier otro, al registro inmediato y a la reconstrucción, pero me encontré que la tierra, que el espacio bajo mis pies había variado. Y que hay una especie de espontaneidad inane que parece afianzar nuestra simpatía y después , más tarde, en la relectura, rechazarla.  (Bajo continuamente la mirada,  estoy más atento que nunca al suelo. A eso se debe que haya desdeñado por esta vez el recuento diario, la reducción que reduce el día al contenido ordinario de esas horas sin distingo entre el pensamiento y la acción).

Una de las concubinas, Reverdecida, hija del sultán o el visir, cumplía años. Para la celebración, que tenía algo de experimento, había venido —o habían traído, como me habían traído a mí– a Bertil Bernadotte, de Redonda. Redonda se parece bastante a Soecia, a Diuturna; podrían ser hermanas gemelas, excepto porque una —la primera— es más pequeña, y otra porque la última es más difícil de gobernar.

No pude discernir la naturaleza del embajador extranjero, pero nos llevamos bien. Hablamos francés, que es una lengua extremadamente útil para llevarse bien.

Hay una zona inmoral en Diuturna, como en todos lados. Y pedí, tratándose de mi segunda estadía, visitarla. No suelen variar mucho estas cosas, de lugar a lugar donde uno vaya. Erisipelitous, un gran recinto donde descansan gladiadores y hetairas, fue diseñado de acuerdo con las directivas de un director escénico que había leído, en estado de confusión o furor, y simultáneamente, Salammbô y Los últimos días de Pompeya. Me acerqué a los gladiadores, con sus peplos macilentos, lustrados inútilmente con una pomada espesa, y les pregunté qué era lo que tomaban. No me respondieron. El tema pareció requerir una consulta bastante controvertida. Finalmente, el que parecía el líder del grupo —de la cohorte— me dijo que era una mezcla especiosa cuyo elemento principal es hipómanes; todos los demás, ingredientes sustituibles, sin importancia.

Me mezclé con la noche diuturna, en la diuturnidad perezosa de la larga noche de los bajos fondos. Perseguí a una hurí secreta porque creí que ella, mirándome,  me había avergonzado. Llegué hasta una especie de recámara donde con su boca pudo rozarme la apresurada mejilla que le alcancé mientras trataba de apretar su cintura con mis dedos inhábiles. Fue una agonía rauda. Pero “perseguir” resulta una exageración (ella consintió del todo mi seguimiento hipnótico tras su contoneo) y “avergonzado” pertenece a la introspección de quien ha sido recipiente o víctima de la mirada (estábamos en un suburbio cómodo para ella, de alguna manera su ámbito doméstico, donde la costumbre no era que sus ojos tropezaran con objetos peregrinos). Leí una vez un relato muy vulgar sobre la billetera de un poeta ruso, cuyo carácter y tema podrían compararse con el que me resisto a hacer. Tal vez en algún momento trascriba algunos párrafos, porque la prosa era pretenciosamente buena.

Me desperté la mañana siguiente con el tiempo justo para llegar a la ceremonia de despedida de Bertil Bernadotte (no lo era: Bernadotte se iba el miércoles), pero en la plaza pública, frente al monumento de “La carga (o la resistencia) de los horteras”  (aunque se refiriera a los burócratas) se celebraba el aniversario de un levantamiento. Soecia celebra los golpes de estado, que considera correctivos eficaces de una república mal parida. Interrumpidamente, ya que es lo que ha hecho sospechar que Soecia, una monarquía es una democracia,  langures y sapayus han depuesto los gobiernos elegidos por la lúcida pero inconstante población votante. En esta ocasión, Giges (de quien Candaules es sobrino) exaltó la nobleza y la valentía de la brigada de saneamiento del Ursulato, en Erdera.  Langures o Sapayus suprimieron el tranquilo mandato de Burundisium, el quinto primer ministro del padre del Príncipe actual, sin una gota de sangre Kalikak. Esa medida fue emprendida o sostenida por un conjunto de hombres mucho menor que el de los defensores del ministerio dentro del Palacio (por lo que, un poco enigmáticamente, Giges llamó al acontecimiento, nuestras Termópilas). De niño, cuando oía los versos de nuestro poeta laureado —“y esas otras Termópilas, El Álamo”, yo creía que las termópilas eran árboles).

Gritos y ovaciones del público concurrente (Candaules me explicó después que todas estas personas son pagadas caudalosamente por el Ministerio de Aprobaciones Exteriores (¿?).

 

En el hotel ya, de regreso, aproveché para preguntarle a un joven conserje por la hipómanes. En Soecia, todos los asuntos parecen remitir a una mitología ajena. En el entreacto que medió a su respuesta, me entretuve leyendo las encuestas “embrionarias” del vestíbulo del hotel. Son de un estilo muy adelantado, muy alentador; las opciones parecen sobre todo adaptar el lenguaje a gente que está muy desacostumbrada a él, proporcionarle respuestas a personas que jamás podrían articularlas. El joven conserje me hizo recordar que hipómanes es la sustancia que segregan en las márgenes fluviales las centauras. En Soecia hay una industria de esa sustancia —coloidal, de un color de orina muy subido—, tal vez porque no abundan los ríos; solo cuatro desembocan en el mar. La cita, de Virgilio en este caso, no de Ovidio, estaba siempre a flor de labios: Hinc demum hippomanes, vero quod nomine dicunt/ Pastores, lentum distillat ab inguine virus,/ Hippomanes, quam saepe malae legere novercae,/ Miscenes herbas et non innoxia verba. (*) La bebida nacional, el Floye, destilado en una de las bodegas recónditas de la costa, está constituido predominantemente por hipómanes,  y a esto debe, según la explicación de mi instructor, su benéfica energía pasiva. En algunos de los más refinados salones de Diuturna, el grado de distinción, de educación y de cultura del invitado se mide, se evalúa y se premia de acuerdo con su entrega.

 

Por motivos que no conviene [sería inútil ventilar aquí] ventilar, tenía que alejarme de Soecia, de Diuturna en Soecia, antes de las festividades de Busirame.

 

“Vuestra casa de Busirame”. Una especie de ensoñación o sueño brevísimo o encadenado de imágenes hipnagógicas le revelaba a mi soñador, mi protagonista que todo tenía su clave en Diuturna en Soecia, que mi viaje había tenido sentido, que un hilo tenso unía el culto de la imagen de los caballos con la sumisión al influjo de hipómanes. Me desperté con una especie de alborozo, de gracia iniciática, con la certidumbre —que resultó muy breve, tan efímera como la concatenación— de haber encontrado por fin la respuesta.

 

Voy a dejar para la próxima crónica la descripción de las incomodidades de Busirame, aunque puedo anticipar, en la siempre ligera, leve e inconstante figura de la nota al pie, algunos de los compromisos que contraje por haber atravesado su umbral poco antes de partir. Los dos grupos de contienda se disputan, entre otras cosa —hipómanes, legumbres, cartílagos— las dos casas solares: Busirame y Manresa. Manresa fue la sede de una cofradía religiosa, y no sé si hoy la ocupan hoy sapayus o langures, pero cualquiera sea la residencia provisional —o providencial— de los facciosos, jamás tuve oportunidad de visitarla, habida cuenta de que nadie me invitó.

 

A nuestro pedido, finalmente, nos sirvieron esa bebida langur que tiene un excedente de hipómanes, y lo hicieron, en efecto, en unos vasos [chatos] de casi intocable baja estatura, y de la única marca impuesta al reino: Principia ethica.  

 

En las crisis, en los momentos menos dichosos de las crisis, había siempre alguien capaz de reducir algún proverbio, adagio o estribillo [arcaico] a su mínima expresión. “Floye, floye, floye. Arrumacos soeces del floye…”

 

Las dos grandes amenazas que acechaban… no, no voy a enumerarlas. En la medida en que una falló (¿falla una amenaza? ¿O permanece en estado de amenaza incumplida, como una profecía pérfida?). Voy a enumerarlas entonces. La primera era una catástrofe císmica llamada “El imbécil de Brobdignag”. Algo que avanza con torpeza, como un huracán subrepticio a ras de tierra, va arrancando de cuajo las casas. Quedan, bajo tierra [soterrados], solo cimientos, que después son visitados, como suele ocurrir, por arqueólogos y guías de turismo. ¿Qué haría el archipiélago soterrado? La otra era el ataque conjunto de sapayus y otras facciones, algo que ya había comenzado a denominarse, después de la intervención de un filósofo importado, “ficciones de disidencia”.

 

Nos embarcamos con precipitación muy poco antes de que comenzara la revuelta. Candaules me explicó poco antes de abordar el Polyolbion, un crucero veloz  botado por una sindicato de órdenes religiosas, que es así como suelen suceder las cosas en Diuturna en Soecia, abruptamente, sin rumores previos, aunque los rumores abunden.

 

Después de una especie de orgía organizada por el capitán la primera noche, pasamos una mañana festejando algo que sonaba mal, como el aniversario de una masacre. Se leyeron cosas solemnes antes del viraje. A fin de cuentas, debimos de haber torcido el itinerario, debimos de habernos desviado de manera diametral, porque desperté el tercer día en brazos de un criatura extraña, que me perfumaba la cara con aliento a eucalipto.

 

“La inocencia sin límites”, fragmento incluido en el ciclo de relatos La noche politeísta, que publicará en 2017 Interzona.

Luis Chitarroni

PH “La orgía” – William Hogarth


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